lunes, 9 de septiembre de 2019

El ocaso de la librería Longo

Hay lugares que uno siempre transita, pero que no recorre. Rosario está lleno de mis pasos; sin embargo, no siempre estos se detienen lo suficiente como para ver todo, y eso implica que, lamentablemente, se pierden experiencias que luego no se recuperan.

Es lo que me pasó a mí con la librería Longo. Cada cierto tiempo, generalmente porque iba a la Sala Lavardén, que está en la siguiente esquina, pasaba por sus vitrinas. Miraba sus libros sobre la historia de Rosario, y otras cosas más, a muy buenos precios (escritos en carteles muy particulares, con letras de molde sobre papel gastado), sobre las bateas algo polvorientas. Algunas perlas, otras cosas más comunes, algunas obras muy curiosas y solo para entendidos.

Pero siempre, por una cosa o por otra, no entraba. Generalmente frecuentaba librerías de saldo y de viejo como los diversos "Pez Volador", entre otros. Y, además, esto ya no era tan común como otras épocas, en donde podía pasar mucho rato en alguna, casi todas las semanas.

Mal que hice al no entrar nunca. Muy mal.

Hace unas semanas se vino el cerco, y todos temimos lo peor, que la piqueta la redujera a nada. No es para menos. Además del valor edilicio, de su antigüedad, se trata de la librería más antigua de toda la ciudad, como una placa atestigua en la entrada, a la izquierda, apenas entramos.



"Afortunadamente", pronto nos llegaron noticias de que la demolición no era inminente. El cerco perimetral era solo para evitar derrumbes, porque, como muchas otras edificaciones centenarias de la ciudad, no había podido ser mantenida de la mejor manera y ahora sus balcones amenazaban con caerse. Una inspección municipal había alertado de esto a los dueños y les había obligado a cubrir la fachada, de manera que un desprendimiento eventual no cayera sobre un transeúnte.

Sin embargo, estas no son noticias totalmente "buenas". Poco tiempo después alguien que conoce a las dueñas comentó que la liquidación de la librería comenzaba. Ya que no tenían dinero para hacer frente a las reparaciones necesarias, estaban liquidando todo el stock y, evidentemente, cerrando. Se terminaban así muchas décadas de uno de los negocios más longevos de la ciudad.

De manera que, la siguiente vez que tuve que ir a la Lavardén, como tenía algo de tiempo, decidí no dejarlo pasar. A cada costado del cerco, unos carteles rojos con letras blancas rezaban, bien clarito: "abierto, liquidación". Como para meter más sal en la herida.

Entré, y eso fue lo que vi.







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Entré en aquella enorme mansión del tiempo, ya sin prisa ni sin timidez. Si iba a desaparecer, tenía que conocerla; si no, también.

Di unos pasos hacia el mostrador, oculto a la izquierda, y una señora entrada en años me atendió, mientras leía un libro con lupa. Me preguntó si habían puesto los carteles de liquidación en el cerco, porque se lo habían prometido pero ella no había ido a ver. Le dije que sí, que estaban puestos de los dos lados. Se quedó conforme y le dije que miraría un rato, que no tenía mucho tiempo pero que sabía que estaban liquidando y quería conocer el lugar porque nunca había entrado. Atentamente, me dijo que mirara lo que quisiera y consultara, sin problema.

Así lo hice, mirando a veces el edificio en sí, a veces los libros. El tiempo estaba estancado en ese lugar, como si nada se moviera, ni siquiera el aire: el silencio era completo, y desde ciertos lugares ni siquiera podía ver a la señora, ni ella a mí. Era como estar encerrado en una cápsula del tiempo. Los ruidos parecían evaporarse. Saqué estas imágenes, con el celular, y de pronto no tenía mucho más para hacer.

Empecé a recorrer los anaqueles sin orden, buscando algún orden o clasificación. Las mesas del centro, que tenían precio, estaban completamente depredadas y llenas de cosas sin interés o en mal estado. Descubrí una pequeña caja, en una de ellas, con viejas postales y fotografías o dibujos en papel fotográfico, cosas muy extrañas, sin nombres ni nada detrás. Había algunas en donde el dibujo estaba duplicado, como si fueran estampitas dobles, para recortar. Encontré una que tenía, duplicada, una "fotografía" de Juana de Arco, con un nivel de calidad que no podía distinguir si era realmente una foto de alguien posando, disfrazada, o un dibujo, con unos grises bastante nítidos. Dudé en llevarlo como souvenir, pero, me dije, no le daría mucho uso. Quedaría en un cajón, tirada, y no sabría qué hacer con ella. Sería solo un recuerdo sin alma, y nada más. Sin embargo, pensé que alguien que coleccionara postales y tarjetas de ese tipo podría encontrar muchas cosas ahí, cada una a diez pesos.

Después seguí por los estantes, sin ninguna prioridad. De casualidad arranqué con los que tenían libros en otros idiomas, topé con algunos en inglés y así, de pronto, tenía en mis manos uno de tapa dura con cuerina, en una colección que yo conocía, bastante antiguo pero en hermoso estado, de Rudyard Kipling. Poemas en inglés, muchos sobre su estancia en India y el resto de Asia. Pocos días antes había visto una minibiografía suya en un canal de Youtube, y descubierto que su vida había sido, a veces, una verdadera pesadilla. Lo tomé. Tenía que llevarme algo de ahí, cualquier cosa, como recuerdo por si el lugar desaparecía, siempre que no fuera un simple souvenir que luego se quedara sin ser leído. No hay espacio para adornos en mis estantes. La coincidencia fue suficiente y lo tomé: por lo menos integraría mi escasa colección de libros en inglés.

Continué mirando. De pronto tropecé y noté que los problemas edilicios no eran solamente de la fachada. El piso, cubierto de largas piezas de madera, estaba desnivelado; dos cordilleras surcaban toda la librería desde la entrada hasta el fondo. Al dar unos pasos más en dirección a la pared donde estaba el mostrador, vi un fuentón, llenándose lentamente de agua, rodeado de trapos de piso.

La señora seguía, tranquilamente, leyendo con la lupa, acompañada de la antiquísima máquina registradora. Temí que el ruido de mi tropiezo la hubiera alterado, pero no, siguió allí, eterna como ese momento.

Le pregunté entonces si tenía, todavía, alguno de esos libros sobre la historia de Rosario que yo había sabido ver en las vitrinas, tiempo atrás, no mucho tiempo atrás. Me dijo cordialmente que los había vendido a todos, y que ya poco o nada quedaba. Había llegado demasiado tarde.

Hacia el fondo descubrí una sección de libros y revistas sobre historia. No sé si por estar allí, junto a las paredes descascaradas, o por simple ironía, el mismo tiempo se había ensañado con el material de esa sección. Algunos libros estaban deshaciéndose; otros estaban cubiertos de un fino polvillo que no acerté a saber si era tierra, arenilla del cieloraso o simple papel en proceso de desintegración. El tiempo venía a reclamar lo suyo. De pronto, me di cuenta de lo difícil que me estaba resultando encontrar algo interesante. Había muchas revistas de los diarios, de esas que simplemente se tiran o se usan para que los chicos recorten. Gran parte del material, si era nuevo, no tenía valor comercial, justamente porque eran suplementos gratuitos de diarios o similares; en contraste, muchos de los libros estaban deteriorados, a veces en un estado tan lamentable que me daba medio tomarlo: los hubiera matado con mi tacto, y ellos me hubieran retribuido el gesto entrando, como fantasmas enojados, por mi nariz y boca. Solo acá y allá coincidían las dos cosas: algo valioso, al menos para alguien, y en un relativo buen estado. Sin embargo, no había nada que me emocionara como el libro anterior.

Entonces encontré una revista de historia. La ojeé y recordé haber comprado o visto otra similar, tiempo atrás. Como tenía algunos artículos sobre temas que me interesaban, decidí sumarla al libro de Kipling.

Husmeé algo más. Tuve la sensación de estar picoteando un cadáver ya desarmado por otros buitres; a la sensación triste de estar escarbando muerte, se le sumó el hecho de que poco o nada había encontrado, apenas un par de hebras de carne.

Fui al mostrador deseando, de alguna manera, poder ayudar con esos granitos de arena. Deseé con todo mi corazón haber encontrado algo valioso, poder pagarlo con una fortuna y salvar aquél lugar. Pero no.

La señora me preguntó dónde había encontrado el libro de Kipling; le indiqué el lugar y dijo algo sobre que había sido de su colección y que bueno, ya no tenía sentido quedarse con esos libros porque, incluso con la lupa, ya le costaba leer. 50 pesos por ese, 50 por la revista (y era, creo, la única en buenas condiciones que quedaba).

Creo que hablamos algunas palabras más, pero ese momento ya era parte de la eternidad; alargarlo solo hubiera sido estirar el infinito. Me hubiera quedado ahí siglos, pero en realidad ya nada podía hacer, aprender o comprar: había llegado tarde. El tiempo allí se mantenía estancado, pero afuera la fachada seguía con peligro de derrumbe, las librerías seguían desapareciendo (ella me había contado que tres, en las cercanías, ya se habían fundido) y los libros ya no llegaban, como antes, para ser comprados y vendidos. Así que la saludé, le dije que más adelante tal vez volvería y ella me dijo que era bienvenido, y me fui, pensando todavía en la estampa doble de Juana de Arco, hermosa y antigua como ella sola, pensando que por solo 10 pesos podría ser mía, eternamente mía, y que tal vez me traería suerte, como un trébol blanco de cuatro hojas, doblado por la humedad pero todavía poderoso, escondido en un cajón de mi biblioteca, siendo hallada por algún hijo o hija que todavía no existe, haciendo levantar una ceja llena de sorpresa y curiosidad.

Es la excusa que tengo para volver, supongo.


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Así que así es como luce ahora el edificio. A través de la abertura de la izquierda se puede ingresar a un pequeño "zaguán", desde donde podemos ver las dos ventanas con los escasos libros que quedan, y la puerta para entrar. Esperemos que la fortuna permita salvar al menos el edificio, y en el mejor de los casos, la librería en sí; que si sus actuales dueñas no pueden hacerlo, que al menos otros emprendedores lo hagan, manteniendo el nombre y la tradición que la caracteriza. Hay lugares así que hay que mantener a toda costa, aunque sean menores, sutiles, a veces imperceptibles.